El omnipresente color amarillo –que me tomé en un principio como un despropósito–. Era el color del uniforme de trabajo: la única “credencial” que recibí y que me autorizaba a atender a la gente en las visitas guiadas al yacimiento arqueológico. Mi experiencia y amor a ese lugar, a la arqueología en particular y, como dice un enorme amigo mío, a la humanidad en general, me guiaron en esas primeras visitas. Torpes, precipitadas, apasionadas. En un principio, algo pedantes… era ese uniforme amarillo… y ese concepto –creo que típico en mi profesión– de “cómo siendo arqueóloga voy a dedicarme a esto de guiar visitas”. Me sentía como cenando un viernes. Sí, me explico: los viernes no tengo nada de particular en la nevera. No he planificado el menú y no he ido al supermercado. Normalmente ceno un poco de cada cosa y lo junto con arte, en ensalada, en revuelto, encima de una pizza sencilla. Así era. Mi sólida experiencia como arqueóloga me facilitaba enormemente el trabajo, además, ya había excavado en ese yacimiento que ahora me tocaba explicar. Improvisaba, experimentaba y jugaba. Fueron grandes tiempos. No había normas. Solo amor e intuición. Esa fue mi infancia como intérprete. Ahí crecí. El omnipresente color amarillo –que me tomé en un principio como un despropósito–. Era el color del uniforme de trabajo: la única “credencial” que recibí y que me autorizaba a atender a la gente en las visitas guiadas al yacimiento arqueológico. Mi experiencia y amor a ese lugar, a la arqueología en particular y, como dice un enorme amigo mío, a la humanidad en general, me guiaron en esas primeras visitas. Torpes, precipitadas, apasionadas. En un principio, algo pedantes… era ese uniforme amarillo… y ese concepto –creo que típico en mi profesión– de “cómo siendo arqueóloga voy a dedicarme a esto de guiar visitas”. Me sentía como cenando un viernes. Sí, me explico: los viernes no tengo nada de particular en la nevera. No he planificado el menú y no he ido al supermercado. Normalmente ceno un poco de cada cosa y lo junto con arte, en ensalada, en revuelto, encima de una pizza sencilla. Así era. Mi sólida experiencia como arqueóloga me facilitaba enormemente el trabajo, además, ya había excavado en ese yacimiento que ahora me tocaba explicar. Improvisaba, experimentaba y jugaba. Fueron grandes tiempos. No había normas. Solo amor e intuición. Esa fue mi infancia como intérprete. Ahí crecí.