Visitantes, inocentes de un juego perverso
Resumen
El “visitante”, ese indefenso ser de conocimientos adormecidos, provisto de sentidos y (desprovisto de) sentido común. “No hay nada más fascinante que examinar cómo la memoria regresa; para algunos, un olor es el detonante, para otros, la línea de un rostro, el color de un objeto o aun más, una palabra que hará brotar una infinidad de pequeños instantes que confirmarán el conjunto de la memoria” (Broisseau, 1991: 10). Los profesionales de los museos, del patrimonio, del turismo y, cómo no, de la Interpretación, juegan y se recrean con esto, y con el ocio (reglado) que fluye por las conexiones cerebrales de este público no cautivo.
Vivimos en una sociedad del deseo hedonista, consumista e individualista, donde contemplar, conocer y, sobre todo, experienciar son parte intrínseca de la misma o, al menos, de cuando esta se transforma en la sociedad turística(Fernández Poncela, 2016: 148). Esta sociedad –turística o no– tiene la capacidad de crear espacios imaginarios, momentáneos, en los que soñar, consolar, saciar el ansia de consumo o, simplemente, pasar el tiempo y, en algunos, casos, matar el tiempo. Esta sociedad ha llevado a crear una cultura del riesgo (Beck, 2002) con miedo líquido (Bauman, 2007); es decir, contradictoriamente apasionada por lo nuevo y recelosa de la ruptura de un sistema (económico, social y cultural) caduco, en algunos casos, casi finisecular.